Dale,
andá nomás
Caías en la cuenta de que estabas llegando cuando encontrabas la esquina en que se juntan la estrecha avenida y la
pequeña calle. Al ir en colectivo, fácilmente veías en esa esquina a la farmacia, con la cruz verde brillando como si fueras
el viajero que encuentra la señal de la posada. Cuando había llovido, era bonito ver las veredas todavía húmedas. No sé por
qué, quizá por el hecho de contemplar cómo se reflejaban las luces, o tu rostro, o cómo parecían resonar mejor tus pasos cuando
caminabas en ellas bajo la llovizna. Claro que al Rata le da lo mismo, está en una edad en que una vereda la tenés solamente
para caminar, o mejor aún para llegar a algo, a alguien, a lo que sea. Es como una pista de carreras para él.
Cerca de la farmacia, sobre la pequeña
calle, el sanatorio quedaba encajonado en una esquina; y ese lugar me parecía tan humilde, tan tímido, tan íntimo, y por ello
mismo tan agradable, que verdaderamente daba calor al corazón: era como un refugio.
Bueno, cualquiera podría decir que no
es cosa de agradecer el estar ante un lugar donde se cuida la salud; y precisamente porque tu salud, por decirlo de algún
modo, es en esos lugares donde ha de ser enjuiciada, puesta en duda, examinada con una lupa que sentimos ya de movida pesimista.
Pero es que apenas estás ante el edificio, se pueden imaginar las paredes asépticas, los delantales profesionales de las enfermeras,
los carteles aconsejando con benévola insistencia respecto a tu salud y todo eso; de esa manera te sentís por un momento como
en un hotel: no es tu casa, claro, pero todos te sirven.
O eso nos conviene imaginarnos, tal
vez. Aunque siempre hay gente como el Rata, que habla mal de los médicos:
-Los médicos son siempre buenos, excepto
cuando tenés que ir a su consulta-dice él, con esa ironía corrosiva tan propia suya. Y mientras estoy escribiendo sobre el
sanatorio, me pregunto de qué manera muchachos como el Rata podrían entender mis sentimientos en lo referente al reposo y
descanso que inspiraba ese lugar: muchachos para los que una meta es solamente otro punto de partida. Pero bueno, el Rata
tiene todo el mundo por delante, hasta que llegue a chocar contra él, me imagino.
En todo caso, por fuerza del autoengaño
o por lo que fuera, digamos que yo no soy de los que van confesados antes de entrar a un sanatorio o establecimiento de salud. Ya cuando entrabas e ibas para la puerta de tu consultorio, a esperar la llamada del
especialista, a mí no se me ocurría nada tan bueno en este mundo, por ejemplo después de una dura jornada de trabajo, que
repantigarte en una de las sucias y humildes sillas fijas de plástico y quedarte relajado hasta por la cera de los oídos;
esas sillas eran tan encantadoras y magníficas igual que el terso terciopelo de un trono. Y es que allí sentado-aunque siempre
haciéndote notar la estimación hacia lo humilde, lo modesto, lo sencillo que nos sugiere la imprescindible dura jornada de
trabajo que les decía, y que todo lo convierte en oro-, te podías sentir cómodo y poderoso como el lord inglés en su mansión
de la campiña: con el fuego, la pipa, el perro y el libro. Aunque yo podía pasarme sin todo eso en mi imaginación; excepto
en la cuestión del libro, claro, siendo como soy un empedernido lector. El Rata opina, con ese tajante desprecio exigente
que le inspira su juventud, que es un lugar sucio y de mala atención; la otra vez, mientras yo miraba fijamente que junto
a los libros se había traído un ejemplar del último número de Selecciones, me dijo respecto al sanatorio:
-Es como una morgue, pero entrás todavía
vivo…
Además,
siempre encontrabas a alguien con quién charlar ahí en los asientos del sanatorio; había sentados, aguardando su turno, muchos
viejos en las sillas de plástico; con acento italiano y español porque el nuestro es un barrio de la vieja inmigración. Ellos
estaban ansiosos de despejarse la soledad, y yo, sabiendo cómo son los inmigrantes sudeuropeos que enseguida se suben al carro
de la crítica nacional, departía amablemente, en vista de que les podía proveer de un material excelente-yo estaba sin un
cobre y enfermo-para confraternizar en nuestra execración general hacia el país. Se enojaban, eso sí, cuando les hablaba,
como quien no quiere la cosa, de Sudeuropa, o tal vez Latinoeuropa, palabras que metía por aquí y por allá con una soltura
benévola y la inocencia y placidez de un santo. Se sorprendían, claro; pero es que yo tenía el canal español en mi casa, y
entonces no me cuadraba otra opción que hacerles ver que si ellos nombraban a los Estados Unidos sencillamente como América,
como si no hubiera otro país americano ni uno fuera también de ese continente, y a los estadounidenses los entronaban de americanos
excluyéndonos a todos los demás, entonces era no solamente un derecho sino también un deber mío el hacerles la pregunta de
por qué- y maldito si entiendo a nuestros medios de comunicación que no proceden de la misma manera que yo- no podía clasificar
a Italia y a España como parte de Sudeuropa o Latinoeuropa. Es así que suelo soltar, de tanto en tanto, lo de latinoeuropeo
o sudeuropeo, al menos hasta que no cambie un poco el ambiente en Italia o España respecto a nuestra condición de americanos
al igual que los estadounidenses. Además, lo mío, según tengo entendido, es gramaticalmente limpio como una patena. Sin contar
con que también- baste mirar la diferencia de ciertos países del Viejo Continente respecto a Alemania, Suecia, Bélgica, últimamente
Irlanda y todos esos-todo este asunto tiene su pertinencia no solamente por una cuestión de ver la letra pura de la geografía,
sino también por una cuestión de sentido, de espíritu. En cuanto al Rata, no tiene ningún inconveniente; lo de Latinoeuropa
o Latinoamérica no le va, le trae sin cuidado, es agua pasada:
-Mi abuelo era alemán.
Y con eso zanja la cuestión: ya ves,
seguro que él cree que tiene petróleo antes que sangre en las venas…
Pero volviendo a la corriente del río,
había una mesa de recepción, con unas enfermeras de aspecto cansado, en las que los delantales blancos no desentonaban con
su aspecto, puesto que realmente estaban trajinados y más usados que el cuento de la buena pipa. Lo único que tenía que entregar
ahí era mi menguante y desarrapada y negligente documentación, hecha en los días y noches nada hospitalarios de los bolsillos
del pantalón de parrandas; las enfermeras- los labios reventando a lápiz labial, las pestañas más postizas que los electrodomésticos
del sello Made in Taiwan, y el maquillaje tan abundante que te hubiera servido, si querías, para volver a un muerto a una
vida tan viva como la de su noche de bodas-me dejaban pasar con una indiferencia encantadora: de hecho, todavía recuerdo mi
nombre favorito si me olvidaba el documento: Carlos. Seguro que no hay nombre tan viril, tan sonoro en coraje, un nombre que
te suena a sudor de macho cabrío; al menos a mis enfermeras les debía sonar bien, ya que me dejaban pasar por ahí con una
convicción y con menos asomo de duda, tal que si yo fuera el ministro de salud o el propio Esculapio vuelto a la vida. De
todas formas, casi todos los médicos me conocían mejor a mí que al moco de sus narices. Sí, la medicina y yo- o mejor dicho
la enfermedad y yo, que viene a ser lo mismo- siempre fuimos uña y carne, pero no quiero pecar de amargo y dejar de admitir
que, en efecto, en mi familia me reconocieron- no hubo más remedio- que cuando todavía estaba sin nacer no tuve enfermedad
alguna y que en ese entonces era cierto que no daba ningún tipo de problema a nadie; y seguro que, en lo que respecta a mi
parte, también era más feliz que ahora. Pero luego el sanatorio siempre me tuvo como cliente fijo, resultando de ello una
especie de atracción irresistible, un impulso magnético: como el borracho con el bar, los policías con las pizzas, el novio
con la chica de la torta, y todo el mundo con su billetera, supongo.
En cuanto al Rata, tiene una opinión
muy fundamentada de las enfermeras y la mesa de recepción:
-Si les mostrás una foto vieja del hermano
del perro de tu vecina, te dejan pasar igual…
Sí, en este caso el Rata tiene razón.
Pero yo pienso que cuando al partido lo estás perdiendo tres a cero, festejarías siquiera el hecho de estar en la cancha.
Creo que me entienden. Con el tiempo las cosas son como son; y te olvidás de cómo deben ser…, o más bien de cómo te
hubiera gustado que fueran.
Como dije, estaba satisfecho de ir al
sanatorio: y cierta vez- la ocasión que espero sea la que les interese tanto a todos ustedes como a mí-el programa que yo
tenía por delante era ligero, aunque claro que esa visión resultaba mucho más posible, y más agradable también, desde un punto
de vista exclusivamente no sexual: se me estaba cayendo un poco el pelo.
Ahora me parece ver otra vez el consultorio
de la dermatóloga- ella me trató el asunto del pelo-, y no era precisamente como para sentirte alentado; he visto veterinarias
de mejor aspecto, y seguro que con clientes más sanos, e incluso mejores pacientes que yo tal vez… Pero a ver, detengámonos
un poco por acá.
Creo que eso de ser mal o buen paciente
es un arte que se inventan los propios médicos: una vez, la dermatóloga me dijo que había malos pacientes, y yo, con una sonrisa
de sabia resignación juvenil, le inculqué que en verdad no existían los malos pacientes, pero sí los malos médicos…
Sí, a veces teníamos escaramuzas filosóficas; cuando yo era más chico y andaba con problemas de acné, por ejemplo, le conté
que había empezado mis estudios de Derecho- después los abandonaría- y que también andaba buscando trabajo:
-Che, creo que vos podés ser muy útil
en la sociedad-me dijo con aire serio.
En esa ocasión me pareció una frase
bonita y profundamente solemne, una frase conmovedora. Obrando en mi poder más habilidad verbal y el ingrediente necesario
del desencanto de los años, le podría haber contestado a la dermatóloga que lo que quería y podía hacer yo era pasarla bien:
y pasarla bien consistía efectivamente en ser útil, sí, pero solamente para mí mismo….
Y al fin ya con las palabras apropiadas,
le pude declarar mi pensamiento a la dermatóloga-digo, lo de ser útil para mí mismo- muchos años después; y ella se rió con
una carcajada tan sincera y tan simpática, aunque otros puedan pensar que resultaba siniestra, hasta que me dijo luego:
-Bueno, en la sociedad hace falta gente
que la pase bien. Y no hay muchos titulados en eso.
La otra vez, en el bar Bari, leyendo
un poco de Ovidio y alentado en una especie de melancolía poética por esa tristeza bondadosa que tiene toda llovizna, miré
justamente hacia la cruz verde de la farmacia que se ve a través de esta ventana y me acordé de la dermatóloga- a quien no
veo desde hace años- y de esa consigna suya de los titulados en pasarla bien: de la gente que es útil, según era mi sano juicio,
para sí misma. De pronto, me vino a la mente el Rata; lo vi en mi rencorosa imaginación con su aire siniestramente cómico,
con esa negligencia juvenil más bien soberbia y que siempre piensa en vencer a los demás más que en vencer sobre uno mismo:
que es éste uno de los mejores, y más dolorosos eso sí, métodos de pasarla bien según creo… Pero más allá de ello, también
me vino a la memoria el asunto de su revistita. Es decir, la revistita que en estos últimos tiempos de mi madurez me pareció
tan ridícula y que tendrá siempre para mí un cierto aire de irónico gusto autocrítico: la revista Selecciones.
Sí, ahí todo sale bien; y para realzar
lo bien que salen las cosas en ese mundo-el microclima de los Estados Unidos blancos y anglosajones y conservadores-liberales-,
te tiran por encima los problemas que hubieron de superar todos esos personajes y héroes anónimos; que según dicen son simples
normales y mortales como vos, que, claro está, así terminás como un inútil comparado con esos héroes de lo que en esos artículos
rotulan como la vida cotidiana. El resultado, cuando la pensás un poco y detenido, es que te lo tiran el famoso ejemplo de
vida a la cabeza, y de esa manera no podés dejar de reflexionar: uy, y yo acá, acá tirado, y yo que no puedo hacer esto y
lo otro y tampoco lo de más acá, y lo de más allá menos…, y por si fuera poco ni siquiera la lucho… En fin, que
así te dan ganas de acostarte y dormir hasta que tengas sueño otra vez. Y las historias: bueno, seguro que un hada madrina
no podría escribir con mejor ánimo y optimismo. A veces, al leer ese tipo de cosas y cuando ya te vas volviendo grande, tenés
como que meterte un rato la cabeza en una bolsa bien llena de basura y podredumbre y mierda, sí, porque así seguro que no
te vas a poder olvidar de que solamente estás acá abajo, en este simple, humilde y prosaico planeta tierra…
Pero lo cierto, y ya vendrá más al caso,
es que el pobre muchacho suele andar con esa revistita.
Volviendo a lo de pasarla bien, yo pienso
que el Rata ni siquiera está siguiendo la carrera; quiero decir la importante: la de pasarla bien o como quieran llamarlo.
Ya que convendremos que un asunto tan grave y tan serio es como una carrera, la más importante como les venía diciendo. Sí,
pasarla bien es todo un oficio y no viene en el vientre de la madre, yo al menos salí del vientre de mi madre llorando, no
tengo noticias de otro estilo mejor y más ortodoxo para nacer y salir al mundo. Pero
bueno, cuando él llega al bar y saca los libros y yo le empiezo a dar la lección, el tipo parece lo más serio que te puedas
imaginar, es tan agradable y simpático como si te pusieran un puñado de sal en la lengua y uno diría que es un muchacho hecho
a los graves senderos de esta vida, y con la suficiente capacidad reflexiva como para contemplar ese asunto del pasarla bien;
en efecto, entre los libros toma posesión de una severidad que pondrías las manos en el fuego por ella, y así ves que no tiene
ni una bendita mancha de esa desagradable y necesaria alegría juvenil. Pero de pronto, demostrando que al fin y al cabo es
como todos los demás, te sale con lindezas como ésta, cuando yo le hablaba de Michael Jackson y el racismo:
-Sí, tenés razón-me confesó-, ya no
le voy a decir café solo, pero coartarías mi libertad de expresión y mi honor a la justicia si a partir de ahora al menos
no me dejás decirle café con leche…
Y dejaba la cosa en el aire como para
que yo fuera habituándome a una joya tan pura y desnuda de su dialéctica. Y es cierto que por momentos se creía lo más gracioso
del mundo.
Así que en fin, hay distintos modos
de recibir ese título de pasarla bien: llegar a Dios, estar sano, conseguir el amor, acceder al Nirvana, alcanzar el éxtasis
místico, apostar por una vida de voluptuosidad y placeres y sexo, dedicarse a la meditación yóguica…; lo que quieras,
porque es cuestión de lenguaje y modo de expresarse, tal vez. O incluso ser filántropo,
que puede resultar solamente una artimaña más del egoísmo; como cuando les tirás migas de pan a los pájaros y pensás, en una
intimidad autocomplaciente: pobres pajaritos. Pero el Rata no agarra por ninguna de esas calles: quiero decir que, a diferencia
de todos esos objetivos que les dije, nunca piensa en él; en pasarla bien y ser útil para sí mismo. Solamente hace todo para
que los demás lo reconozcan; o, por decirlo mejor y más cruelmente, el Rata necesita a los demás por la misma razón que el
cazador nunca será cazador sin su presa. Me ha confesado, con aspecto de humildad fingida y una sonrisa boba, que lo único
que pretende es tener mucho dinero… Yo también, como todos, quiero tener dinero. Pero hay matices.
-Es
cierto, uno no es feliz solamente teniendo plata-me dijo un día, y creo que eso resume toda su filosofía, y la de muchos otros
también-; sino también cuando tomás conciencia de que los demás no la tienen.
Sin embargo, ya he dicho que a veces
el Rata viene con la revista Selecciones. Debo decir que, por momentos, cuando le digo que puede tomarse un poco de esparcimiento
entre las lecciones, el Rata saca la revista, mientras yo me concentro en mi café y en el monótono paisaje de fuera de la
ventana, y se pone a leerla con una absorción digna de encomio. Muchas veces llovizna, es otoño, y entonces lo veo a él, tan
triste entre esa dulce melancolía de la lluvia, y me imagino que estará por otros mundos, por otras latitudes; y acaso, pues,
sea feliz y la esté pasando bien…, aunque no caiga en la cuenta de ello.
En el asunto del pelo, hace varios años
atrás y yendo ahora sí a la resolución de nuestro tema, yo solía llegar al consultorio de la dermatóloga con la revista Selecciones…
Y es que siempre la llevaba bien a la mano: acostumbraba leerla, pues, al viajar en colectivo, o en los bares, o en lugares
de estudios, etc. Recuerdo perfectamente cierto artículo del número de ese mes; me interesaba más de lo usual, porque hablaba
sobre la India y creo que Gandhi y todo eso. Yo me sentía por un momento transportado a esos lugares: todo parecía tan lejano
y por ende tan bueno... Me recuerdo, por ejemplo, en la calle aguardando un colectivo para la capital, en un refugio de la
Panamericana; el sol brillaba, pero brillaba sobre la gente que venía de acá para allá, sobre los autos que iban a toda velocidad
y sobre la gran avenida sucia y en el cielo cargado de un gris de fábrica. Mas uno podía abstraerse de todo eso- y a los diecinueve
años me era más fácil-, y de pronto, con la revista en la mano, yo veía todas esas pagodas y las aguas del Ganges y Gandhi
impertérritamente bueno, sin tacha alguna como el caballo blanco de San Martín o los chistes de Abbott y Costello, y entonces
parecía que la sangre corría más dulce en las venas. Sí; a veces, para saber que en un momento fuiste feliz, hace falta llegar
a tomar conciencia de todo lo que sufriste…, antes y después de ese momento.
Aunque el consultorio de la dermatóloga
era limpio, su mobiliario resultaba tan magro que lo veías a imagen y semejanza de un hueso pelado por una jauría de perros,
y con eso no hubiera alcanzado ni para uno de los enanos de Gulliver: un biombo, un sillón para pacientes y un escritorio
con dos sillas, nada más. De los instrumentos profesionales no hablo; podría escribir todo un libro acerca de los instrumentos
de medicina… siempre en caso de que dicho libro versara precisamente sobre las cosas que yo no sé respecto a los instrumentos
de medicina; mi erudición sobre los instrumentos de medicina resultaría igual de pertinente que la de un matarife exponiendo
la suya sobre el vegetarianismo.
La dermatóloga era una mujer no demasiado
madura, un tanto gorda, pero de aspecto simpático y en el que se adivinaba una pasada aunque también vigente belleza. Puedo
decir que todavía conservaba su aire jovial, incluso juvenil. Pero ello no impedía, pese a su tenaz simpatía, la seriedad
y el profesionalismo. Era morena, de buen cutis, y siempre tenía una sonrisa muy franca y sincera y dicharachera, a tu disposición.
Se hacía unos raros artesonados en el pelo, casi como quinceañeros, pero, aunque no soy juez en la materia, para mí que le
quedaban bien. Le ayudaba en todo ese aspecto de juventud que tenía.
Además, parecía atenderme con deferencia;
aunque yo no alcanzaba a comprender el motivo. Los pacientes ancianos suelen ser quejicosos y llorones. Y claro: yo solamente
la acuciaba por la cuestión del pelo; no le salía con graves filosofías de calle y barrio bajo ni lamentos desesperanzados.
Sí, resultaba evidente que a diferencia de los pacientes de más canas y cuyas espaldas venían agachadas por años de fracasos
y desesperanzas, yo no le iba a salir con lo mal que andaba el país y con tan graves, al igual que imaginarios muchas veces,
problemas de salud…Siempre me preguntaba qué estudiaba, qué hacía, qué colegios, qué discotecas… Esas cosas.
Bueno, ella parecía agradecida con mi
presencia- como todo el mundo-, aunque yo no le charlaba mucho: yo era muy taciturno. No deja de ser cierto, como ya verán,
que su preferencia por mí no obedecía solamente al contraste de mi carácter respecto a todos esos ancianos sentados y achacosos,
esperando elegíacamente en las sillas de plástico.
Es así que- y para profundizar un poco
en el asunto de que todos parecían agradecidos con mi presencia entonces-cuando sos muy joven la gente siempre te recibe con
simpatía, sos la esperanza del futuro, te perdonan todas, cualquier barbaridad que digas es una muestra de un esplendoroso
ingenio futuro: nunca sos lo que sos, siempre podrías ser mejor. Pero cuando sos más viejo, la gente te ve mal- acaso con
la inquina que tiene toda competencia-, y ya se piensan que en realidad sos peor de lo que sos, y si te ven tropezando un
poco con una piedrita ya todos son capaces de echarte la culpa hasta de la Tercera Guerra Mundial…, y de la Segunda,
y de la Primera también, y seguro que de las guerras prehistóricas con piedras y palos, en el caso de que todos ellos-el enemigo,
me refiero- hayan posado solamente un instante de la sombra de sus ojos en algún libro de historia. Sí, pasados los veintipico,
te das cuenta de que ya no sos el público sino que estás en el escenario, y para peor en el escenario de un drama…
Pero bueno, así que siempre me recibía
jovial y de buen ánimo; aunque yo llegaba todo lo cabizbajo y desalentado que podía en virtud del mal de Sansón que me acuciaba:
esos mechones de pelo negro que le contaba a la dermatóloga que se me iban como al sediento se le escapa la preciosa agua
del hueco de las manos.
-Je-me decía mientras me iba palpando
el pelo y también con una divertida sentenciosidad-, tenés miedo a que las minas no te den bola.
Entonces yo sonreía: y era suficiente.
Ahí ocurría que parecía ausentarse, por un momento, de todas sus penas ante mi sonrisa. Supongo también que ese aspecto de
buen muchacho simpático que yo poseía- en mi caso, en efecto, he de confesar que se trataba más bien de un mero aspecto, porque
que yo era callado como la cumbre helada de una montaña-ayudaba en esa impresión suya respecto a mí. Pero la dermatóloga,
aunque la he descrito con características decididas, notorias y bien perfiladas a su favor, no era tan sencilla de ver en
realidad: si bien siempre sonriente, le podías percibir algo así como un rictus de cansancio en el rostro; de cierto hastío-
pese a ser bondadoso- que ella no alcanzaba a mitigar del todo. Cada vez que le mostraba mi fresca y encantadora sonrisa,
la mina me miraba con más simpatía: yo no podía dejar de fijarme, entonces, que la dermatóloga parecía recordar algo en los
ojos… No sé cómo expresarme mejor. Bueno, a mí me parecía que algo se revivía en sus ojos: que esa mujer veía una cosa
rara en mí, aunque yo no la alcanzaba a comprender qué era; y de ello resultaba una situación en la que me mantenía un poco
curioso y vigilante y singularmente en vilo.
Sí,
ella recordaba algo en los ojos… No puedo dar con frase mejor, aunque se me ocurren varias mucho más altísonas y del
mismo modo falsas.
No tendría más de cincuenta años- para
mí que llevaba bien unos cuarenta y pico-, y a veces me charlaba un poco de su hija adolescente y los complejos que la piba
tenía con la gordura. En ese tema también se reía a carcajadas, de todo corazón; ya que la chica, según parece, no era gorda:
más o menos por debajo del promedio de una empleada de boutique. Además, la dermatóloga se sabía todas las discotecas de la
zona, y me reconvenía pícara y afablemente en virtud de mi calidad de representante del equipo rival, de ese enemigo alegre
y bullicioso que a ella parecía preocuparle tanto: me hablaba sobre el ruido que hacíamos, lo poco que nos importaban las
cosas; la demasiado tenue idea que teníamos todos nosotros, los jóvenes, acerca del futuro que nos esperaba…ya ves,
ese tipo de conversación. Pero lo hacía de forma admirablemente bienhumorada y bonachona; con una paciencia piadosa, una resignación
de buen aspecto y de candor hacia todo el mundo. De buen corazón.
Lo curioso es que no recuerdo su nombre.
Sin embargo, cuando contemplo al Rata leyendo su revistita, al tiempo en que triste y lacónicamente me fijo a través de la
ventana del bar Bari en la cruz verde de la farmacia, pienso en lo que yo le veía en los ojos, ese algo que yo no podía explicar,
y entonces recuerdo perfectamente esa mañana, con el sol entrando por la escueta ventana del consultorio, cuando la dermatóloga
me preguntó:
-Qué es eso.
Yo no era tan candoroso e inocente:
pues sí, es cierto, la había dejado más bien oculta en el sillón de los pacientes, echándole por encima mi campera; pero ciertamente
el título de la revistita sobresalía desde una de las mangas y ella lo había visto.
-Es una revista-aduje.
-Sí, ya sé che. Dejá que la miro un
poco.
Entonces agarró mi revista, como olvidándose
completamente de mí- cuestión que me produjo un inenarrable desánimo-, y la empezó a ojear. Otra vez sentí moverse ese algo
de raro en los ojos, una especie de genio oculto y dormido pero todavía palpitante, el calor vigente de un viejo rescoldo,
la chispa de un antiguo fuego. No recuerdo si ojeó toda la revista dos o tres veces, sin decirme nada, o acaso solamente una
vez; lo cierto es que todavía me parece contemplarla, pasando las páginas en ese largo silencio de absorción. Yo me veo allí,
parado junto al sillón de los pacientes, sin saber qué hacer con mis manos y mucho menos con mi lengua. Expectante. Me hundí
así en un prolongado instante de curiosidad y mezcla de rareza, mientras la dermatóloga pasaba las páginas de la revistita
sin atinar a decirme nada y con una expresión impenetrable; y al verla en ese estado de pensativa distracción- que de alguna
manera me traía a los ojos todo el aspecto y los estigmas de la añoranza- creo que tuve la impresión de que al fin esa mujer
estaba ante mí.
Sí, la veía: era más frágil, más quebradiza,
acaso más inexplicablemente cercana.
Por fin, al rato levantó los ojos, y
con una singular emoción y una mirada fija en mí que nunca le había reconocido y que tampoco voy a olvidar, e incluyendo en
todo ello el uso de una voz que quiso ser neutral, opaca, impersonal e indiferente sin éxito alguno, recuerdo que me dijo:
-Quería ver lo que estás leyendo.
Le pregunté de inmediato si ella leía
ese tipo de revistas.
-Sí-dijo escuetamente.
No sé- o más justo es decir que en ese
tiempo no lo sabía- por qué se encastilló luego en un largo y sugerente silencio. Después de devolver mi revistita a su lugar,
se encerró en una fortaleza de profesionalismo, como quien luego de una emoción, de un golpe bajo, necesita secarse un poco
los ojos a escondidas; y así realizó durante varios minutos la revisión de mi pelo maquinalmente: casi sus dedos parecían
los de un pianista ejecutando su concierto de memoria; y luego, con esa misma voz neutra e impersonal, me recetó lociones
y cosas así para mejorar mi problema. Yo estaba callado, un poco sudoroso, igual que cuando te invitan a una fiesta y repentina
e inesperadamente te quieren meter a decir unas palabras de ocasión y es así que las palabras no te salen y la garganta se
te queda seca como un osario. Yo no decía nada. Pero ella me estaba dando los últimos retoques generales a mi cuestión, y
al terminar, inesperadamente tomó otra vez la revistita; en fin, yo supongo que fue en ese momento cuando se sintió en la
obligación de explicar, con la emoción entrañada en el sólido rigor de su profesionalismo auque no logrando evitar, pese a
todo, un claro y sincero afecto:
-¿Sabés por qué te pregunté por esta
revista? Es que yo la leía cuando era muy, muy jovencita, y me gustaba mucho…, ahora te la vi a vos y me acordé.
Bueno, aparentemente no tenía mucho
más que decir, o en verdad ya había dicho demasiado. Pero se me quedó mirando, y luego sonrió, y abriendo la puerta me dijo,
como quien suelta una paloma a volar:
-Dale, andá nomás.
Y me fui.
Yo ahora lo estoy esperando al Rata,
acá en el bar Bari, mientras escribo todo esto en un miserable cuaderno que me regalan cada fin de mes en la oficina. Bueno,
creo que todavía no lo expliqué, pero yo le doy al Rata clases particulares de historia; porque siempre fui un interesado,
un amplio conocedor aficionado de la historia. No tengo título, pero de todos los que respondieron a mi anuncio en el diario,
el Rata fue el único que se mostró igual de jovial que de negligente cuando, con voz temblorosa y arrepentida, le aseguré
por teléfono que yo no era recibido; que la cosa iba de buen gaucho y por la patria, de corajeada nomás:
-Ja, ja,-exclamó con total franqueza
al otro lado de la línea-; bueno, a mí me encantan los que enseñan en la universidad de la calle, para el desayuno tenés que
llevarles el cigarrillo, el café, el vino y, sobre todo, un par de buenos huevos y ya con eso te aprueban.
Recuerdo el triste y sorprendido silencio con que recibí la frase, mas luego me hube de acostumbrar a los métodos dialécticos
del Rata.
Me viene ahora esa frase con la que el Rata se presentó de una vez y para siempre ante mí, y es que acaso me reconozco
un poco en ella: estoy convencido de que el sarcasmo y la burla son cosas que te vienen de la mano con las angustias de la
juventud. Ayer, precisamente, mientras observaba al Rata, bañado por una mortecina y serena luz de tarde otoñal, creí verme
a mí mismo en esa misma indolencia alegre de antaño; con una despreocupación que ocultaba, sin embargo, la temerosa ansiedad,
el patético pedido hacia el mundo: la inútil, como secreta, búsqueda de unos principios que solamente existen en nuestra mente;
unos principios que son como ese arco iris que parece como que lo tenés ahí, ahí a mano y a lo lejos…, pero que nunca,
nunca, vas a poder alcanzar…
Sí que no es fácil recibirse en pasarla
bien: el tener que abandonar nuestros principios y aceptar los pequeños momentos buenos con toda su monumental sencillez;
esos momentos pequeños, monstruosamente humildes, en que se te pueden aparecer el Ganges, y las pagodas, y Gandhi como más
bueno y puro que el agua de lluvia y la levadura del pan, y todas esas cosas…; y fue que recordé, al verlo al Rata absorto
en los estudios en el aire gélido y gris de la tarde, que yo tampoco estaba recibido-recibido respecto a lo que vengo diciendo-
a su edad, y que incluso era capaz de inspirar, en personas que no fueran esa bondadosa dermatóloga que traigo a cuento, los
mismos nocivos-y necios- sentimientos que a mí me inspira el Rata.
Así que entonces- ayer mismo, en esta misma mesa, y cuando la luz mortecina ya se había convertido en una cortina de
fría oscuridad, asimismo flotando bajo las luces de la calle la ligera bruma- le pedí al Rata la revistita, la revistita que
él, extrañamente, suele traer.
Yo pasé las hojas en silencio, aunque no leía nada, solamente miraba las letras y las fotos: ya ves, como cuando mirás
un paisaje, aunque lejano y melancólico a más no poder. El Rata se abroqueló en un silencio que no me era extraño, me observaba
con una intensidad que yo tampoco desconocía, y entonces, después de un buen rato, abrí la boca y le expliqué al chico por
qué me había fijado en la revista…
Ya no importa la explicación que le
di, a nadie le importará nunca, ni siquiera al Rata; es lo de menos, supongo, porque cada cual ha de tener su propia explicación
para este tema, como cada cual tiene su vida, y su vejez, y su juventud, y su muerte, y su banco para pagar los impuestos…
Sí, algún día el muchacho será un hombre, y a su vez tendrá que soltar su breve y pequeña reseña acerca de por qué leía la
revistita, por qué leía esas cosas; por qué creía en ese mundo, un mundo en el que el muchacho, y bien que caí en la cuenta
de ello en mis propios cueros al acordarme de todas estas cosas, en cierto modo y muy dentro de sí seguirá creyendo por siempre.
Seguro que tendrá que explicar la historia con ojos añorantes, acaso sin muchas palabras, o quizá con el propio silencio.
Sí, no será muy lejos en el tiempo; no, no muy lejos…. Como yo, muy pronto estará perdiendo el partido tres a cero,
sentirá los brazos caídos y sus piernas las tendrá flojas, y es entonces cuando ya no te responden: pero por lo menos, por
lo menos digo, estás todavía en la cancha, seguís jugando el partido, y con un arco enfrente. Sos lo que sos, fin; lo que
podrías haber hecho y no hiciste ya es una parte tuya, y es bueno estar a gusto y satisfecho con eso también… Lo comprenderá,
sí; no muy lejos, no muy lejos en el tiempo…
Y antes de que ayer mismo el Rata se
fuera por la puerta del bar, yo creo que miré hacia la cruz verde de la farmacia, y fue entonces que pensé en el sanatorio,
y en las sillas y en las insólitas y resignadas felicidades de los años madurez…; y creo que, cuando tuve que hablar
en esas circunstancias, mi voz provenía de algún otro lado, de allá bien lejos y escondida en el tiempo; y es que sí: usé
esa voz- ya cuando él se había levantado de la silla, con los libros y la carpeta en la mano, con el rostro barbilucio y singularmente
vacío y sin manchas, como recién hecho y pulido de la fábrica y que me miraba con una compasión, respecto a mi explicación
sobre el tema de la revistita, igual al alumno que acaba de escuchar a su profesor el aserto de que la tierra es plana y de
que en Irak hay armas de destrucción masiva- para decirle al muchacho a mi vez, como si yo perteneciera a una larga cadena
de hombres y mujeres que a lo largo del tiempo y de los siglos tienen que soltar al cielo el vuelo de las palomas; cuando
al fin, y como le sucediera a mi dermatóloga hace ya muchos años, muchos años, tenés que caer en la cuenta de que al fin a
vos también ya te llegó la hora de decir:
-Dale, andá nomás…