Nunca soñé
Nunca soñé con tres ojos que me escrutaran desde un pescuezo de jirafa. Que me escrutaran
no sin dejar de entornarse alguno, alternativamente. Tres ojos y no tres pares de ojos de diferentes tonalidades. Tres ojos
oscuros idénticos. Y que se posaran sobre mí sin benevolencia ni animosidad. Desde un pescuezo inconfundible, irreprochable.
Desde una jirafa de la que pudieran pender arañas plateadas, moribundas, o exhaustas. Pendiendo como sólo penden lo esencial
y lo sutil. Lo sutil exhausto, lo esencial moribundo. No estaríamos ellas y yo en un zoológico o en un ambiente no trastornado
por el hombre. Pero yo no distinguiría el sitio, y hasta ese momento sería únicamente mis cuatro pintorescas narices, olfateando
en vano, desasidas de cabeza reconocible. Yo consistiría, hasta entonces, en una pura memoria guiñolesca, afanándose por recuperarme.
Sería, claro, una sustancia en su propia procura.
Nunca soñé con algo rubio gelatinoso aposentado sobre un punto
cardinal. Ni me soñé punto cardinal sobre el que se aposentara determinada o indeterminada gelatinosa rubiedad.
Nunca soñé con escaleras derritiéndose sobre un valle de incienso.
Dos mil ochocientos peldaños, sumando las sesenta y seis escaleras de fibra. Incienso que cubre todo el valle al que pertenezco
desde mi primer sueño anotado en un cuaderno infantil. No estaría allí como ninguna de mis presencias mensurables. Y sin embargo,
me brindaría a derretirme.
Nunca soñé con hexágonos de piel humana impidiéndome apoderarme
de la gracia. Es poco no haber soñado nunca con la gracia apoderada impidiéndome la humana piel de los hexágonos.
Nunca soñé con el antojadizo poder de cristalizar, seccionar
y envasar un crepúsculo. Y darlo a consumir sin reparos. Antojo de consumición.
Nunca soñé con un espejismo, ni cóncavo ni convexo. Espejismo
con el que hubiera podido restituírseme la gobernabilidad de mis sueños.
Semblanza
Soy lo que soy desde que se murió mi mamá. Me sentía libre al
principio, liberado. Me lo merecía. Mientras ella vivía fui un pelagatos. En la gran ciudad. No voy a revelar cuál era mi
ocupación. En todo caso, digna. Mientras ella vivió, “el hijo de la sucia” me endilgaban. El slogan dolía. Y dolía
también el otro slogan: “El hijo del vecino”. En referencia al quiosquero, el solterón de la casa de al lado.
Y algo hubo, algo pasó.
En efecto, mi mamá no era propensa a la higiene. No era, tampoco,
una mujer dada, que se pudiera decir, comunicativa. Estrictamente, gruñía en ocasiones. Yo le preguntaba: “¿Vino Isabel
a buscarme?”: gruñido. “Mamá, ¿me hacés el nudo de la corbata?”: gruñía y me hacía el nudo de la corbata
con una pericia deslumbrante. Le comentaba: "Me aumentaron el sueldo”: gruñido. Y le proporcionaba una generosa porción
de mis ingresos. Trabajaba yo doble turno y ganaba por ese turno doble el ochenta por ciento de lo que se me abonaba por el
turno simple. Y aún me quedaba un ratito para darle algunos besos a mi novia de la infancia, la adorable, la resignada Isabel.
Escasas emociones en los primeros treinta años de mi vida.
Ahora soy un trashumante, difusamente melancólico. De Isabel
me despedí, apenas después de tomada la ruda resolución de vagabundear. A mi mamá la llevo en el espíritu a donde quiera que
me traslade y con quien sea que me junte. Admitan en mi semblanza que la añoro. Tengo para mí que acabaré por hastiarme
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Rolando Revagliatti nació en 1945 en Buenos
Aires, ciudad en la que reside. Publicó dos volúmenes con cuentos y relatos, uno con su dramaturgia y quince poemarios,
además de "El Revagliastés", antología poética personal. La mayoría de sus libros cuentan también con ediciones electrónicas,
disponibles, por ejemplo, en http://www.revagliatti.com.ar.
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